EL PARQUE CENTENARIO
Diciembre de 1987.
Hoover Mora Gutiérrez
hoovermora.blogspot.com
Sin duda, la belleza de este parque, situado en el sector más céntrico de nuestra ciudad, es lla-mativa.
Si caminamos desde el Malecón Simón Bolívar, nos daremos cuenta del gran tamaño del parque, pues sin mucho esfuerzo, podemos captar su majestuosidad y grandeza.
A este lado del parque (siempre mirando desde el Malecón) podemos considerar su fachada central la paralela a la calle Lorenzo de Garaycoa.
El piso, de color gris claro, se halla formado por baldosas granuladas que, aparte de su geomé-trica forma (rombos), la única característica adicional que presentan es la suciedad y, en más de un sector, el emanar de insoportables hedores.
Dos monumentos nos aguardan a la entrada principal del parque: son dos colosales estatuas, de color verde oscuro, con bases blancas, de simbología parecida: ambas presentan a varones fornidos en afán de dominar briosos corceles. Abajo, frente a estas obras artísticas, hallamos sendos faros que descansan sobre bases pintadas con cal, sus lámparas redondas apoyadas en un pedestal del mismo color de las estatuas y su base, como ya lo anotamos, de nieve. Sin ninguna otra característica contrastable, salvo un anaranjado cartel plástico alusivo a un candidato presidencial de moda, podría decir que las mencionadas obras han sido respetadas. Pero no así se ha respetado el interior del parque...
El pasar por su plazoleta nos recuerda, sin exageración, un calidoscopio de imágenes pintores-cas y especialmente atentatorias al pudor femenino... No hagamos referencia de los betuneros que allí proliferan, ni del vendedor de refrescos (donde, como punto aparte, el autor del presente trabajo se detuvo a calmar su hiperbólica sed dada la ardentía inclemente del sol); menos del vendedor de helados o del cuidador de carros, o quizás de ese “simpático” señor que habló de las maravillas de su cámara fotográfica capaz, según él, de vencer al más rápido de los pintores. Ni de esa mujer, privada de sus facultades mentales, que con desgarbada voz y micrófono en mano interpreta las canciones del inmortal “Ruiseñor de América”... Hablamos del borracho que, mejor vestido que Adán y peor implementado que el más mísero de los humanos, pasó en ese momento dejando como evidencia de su culpa un inconfundible “aroma”. O de esa mujer de profesión dudosa, un poco insinuante, quien haciendo gala de sus formas y deformes sugestio-nes, busca unas miserables monedas... Hablo del mendigo que, con mano temblorosa pidió alguna caridad, o de aquel patán de primera categoría que nunca aprendió para qué sirve el baño... Todo eso hemos visto en más de una ocasión –lastimosamente- en el Parque Centena-rio; hoy no me ha tocado verlo, sino glosarlo.
Por suerte, el parque es un verdadero pulmón artificial para un sector céntrico y contaminado como aquél donde se encuentra. Su prolífica vegetación, compuesta por plantas, arbustos y árboles de escaso y gran tamaño, da un matiz de ornamentación adecuada. Sus caminos inter-nos (oscuros y peligrosos en la noche) son propicios a insinuantes caminatas, especialmente si estamos acompañados.
Pero lo que más nos invita a la reflexión es la columna en honor a los Próceres, localizada en el corazón de dicho espacio recreativo. El justo homenaje merecido, no podía ser menor: Los pa-dres de la patria, eternizados en el metal, nos recuerdan siempre que el guayaquileño está lla-mado al heroísmo. Las estatuas de los principales gestores, exaltan la figura del ser humano. Su columna, gigantesca, hállase coronada por la Estatua de la Libertad, portadora en una de sus bellas manos, de una refulgente lámpara, la cual siempre nos recuerda que vivimos libres y si es el caso, debemos estar dispuestos a morir por ello.
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